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Centro Fray Bartolomé de las Casas

Filosofía y Educación · Sapere

Una Educación para Pensar

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El ensayo ofrece consideraciones respecto a la pertinencia y la posibilidad de la transformación del paradigma educativo abordado desde la dicotomía libertad-necesidad. Se analizan el impacto del condicionamiento biológico y social en la formación de la personalidad, así como el potencial transformador humano en la modulación de nuestra circunstancia. Se expone la visión del hombre como recipiente de la ley o como sujeto de la historia.


Una educación para pensar

An education to think

RESUMEN: El ensayo ofrece consideraciones respecto a la pertinencia y la posibilidad de la transformación del paradigma educativo abordado desde la dicotomía libertad-necesidad. Se analizan el impacto del condicionamiento biológico y social en la formación de la personalidad, así como el potencial transformador humano en la modulación de nuestra circunstancia. Se expone la visión del hombre como recipiente de la ley o como sujeto de la historia.

 

PALABRAS CLAVES: Libertad; necesidad; condicionamiento; determinación; emancipación.

 

ABSTRACT: This paper offers considerations regarding the relevance and the possibility of the transformation of the educational paradigm approached from the freedom-necessity dichotomy. It analyses the impact of biological and social conditioning on personality formation, and the human transforming potential in modulating our circumstance. It expounds the vision of man as the recipient of the law or as a subject of history.

 

KEYWORDS: Liberty; necessity; conditioning; determination; emancipation.

 

¿Qué es lo que nos define? ¿Cuál es el centro de nuestro ser? Desde la filosofía existencialista se respondería que albergamos una especie de «nada» en nuestro interior. Otros, siguiendo una línea de pensamiento que se remonta a mucho antes que Platón, postulan un alma inmortal. En el primer caso se insinúa que el hombre, más allá de su condición biológico-cultural, se reduce a nada. En el segundo se habla de algo intangible que no puede ser elegido. ¿Pero qué hallaríamos si removemos capa tras capa del condicionamiento que conforma nuestro núcleo identitario?

Nuestra materialidad física no parece proveer suficientes respuestas. El condicionamiento biológico es apenas la primera y más elemental de estas capas, pero también somos seres sociales, seres psicológicos. Esta primera «capa» de la identidad encuentra en el sistema de relaciones sociales una plataforma para expresarse. Las necesidades propias de nuestra condición biológica casi no han variado desde hace miles de años, pero las dinámicas colectivamente moduladas de respuesta a ellas, comprenden un amplio diapasón de manifestaciones en función del entorno cultural en el que estemos insertados.

Cada era enarbola y defiende sus propios paradigmas, sistemas de creencias y valores; cada era genera un conjunto de saberes que constituirá el límite en el que se moverán las referencias culturales del individuo. Así, cada era propicia una forma concreta de apropiación de lo real, que matiza tanto la recepción de la experiencia, como nuestras pautas de reacción a la misma. Esto es lo que llamamos espíritu de época. Las «constantes» del condicionamiento biológico se expresan siempre por y a través del prisma referencial en el que se traduce el espíritu de época.

Sin ir más lejos hay un conjunto de variables, de crucial importancia en la formación de la personalidad, que no están dentro del margen de lo elegible. Nadie escoge el tiempo histórico en el que nace, ni la región, el país o vecindario, ni su cultura, religión imperante, circunstancia política o lengua natal, ni su extracción social, ni a sus padres y familiares, ni a sus primeros compañeros de juego. Somos arrojados a la existencia y, antes de que desarrollemos una idea nítida del sí mismo, antes de que tengamos capacidad para rastrear el origen último de nuestras concepciones (algo que puede o no ocurrir), absorbemos volúmenes de información sin parangón en los primeros años de vida. En este sentido, el hombre no estaría tan lejos de la máquina, como suele y gusta suponer. Con o sin alma, buena parte de lo que constituirá nuestra identidad es el resultado de una programación compleja a partir de la cual eventualmente extraemos lo que nos define.

La singularidad irrepetible que entendemos como base del yo, tiene, paradójicamente, su condición de posibilidad en la inevitable interiorización acrítica de un conjunto de saberes y valores colectivos que, sin embargo, percibimos como personales. Nuestros gustos y preferencias, nuestra postura política, el sentido de pertenencia social a todos los niveles, nuestra relación con Dios, nuestras concepciones morales, nuestra idea de la amistad, e incluso la manera en la que se desarrolla nuestra identidad sexual, componen el mapa básico de nuestra personalidad, y puede decirse que, en la práctica, conforman la imagen que tenemos de nosotros mismos. Es como si aquí hallásemos la manifestación de una esencia única, pero desde que nacemos hemos estado incorporando patrones conductuales que nos anteceden, que están ahí desde mucho antes que nosotros, y que se refuerzan según la cuota de aceptación social (parte integral del bienestar) que nos dispensen.

Si bien el deseo es biológicamente condicionado, la manera en la que deseamos es el resultado de un largo proceso educativo, es decir: se nos enseña qué y cómo desear. Consciente e inconscientemente, dentro y fuera de la escuela, vamos adquiriendo una noción cada vez más clara de cuáles son las actitudes que mayor reconocimiento, aceptación, beneficios y gratificación nos brindan. Gracias a la idea del otro, podemos afirmar la idea del yo, y según como creamos que somos percibidos por el otro modularemos la expresión conductual del yo.

Podemos decir que, por regla general, el deber ser es menos el resultado de la reflexión y el pensamiento crítico que de la incorporación más o menos mecánica de valores que suponemos centrales en quienes hemos aprendido a admirar. Todo deber ser es, en cierto sentido, una negación del ser, en la medida en que la noción (por demás socialmente adquirida) de lo que debemos ser, señala aquello que suponemos que nos falta, aquello que hemos aprendido a considerar como una versión más completa (y por lo tanto mejor) de nosotros mismos. Todos, o casi todos, aspiramos a algo, admiramos a alguien, tenemos ambiciones, proyectos, metas, expectativas y esperanzas que delatan nuestra inconformidad con la imagen de sí que implica el yo en el instante presente, y esas son las formas en las que se objetiva el deber ser en la cotidianidad. En esta especie de no aceptación del sí mismo que se revela en la distancia entre el deber ser y el ser, es donde halla su máximo potencial, su rol protagónico, la experiencia educativa.

Aquí aparecen enfrentadas dos concepciones opuestas: o bien el ser humano posee una naturaleza que no es en lo esencial modificable (al menos no por la voluntad o el intelecto), o bien el ser humano es capaz de involucrar sus potencialidades racionales en la construcción del sí mismo. En ninguna de las dos posturas se afirma que el hombre no sea capaz de aprender.

La primera, que es una de las ideas centrales del irracionalismo filosófico, apunta a que lo que aprendemos no es el resultado de una elección libre en el sentido estricto del término, porque la pretendida singularidad del yo es una ficción de la conciencia. En otras palabras, somos lo que se nos ha programado para ser, aquello que estábamos condicionados física, química, biológica, social, económica, psicológica y culturalmente a ser. Estaríamos programados, por ejemplo, para aprender, para sentir que somos únicos e incluso para creer que somos libres, y la mayor parte de esta programación ejerce su influencia sin que nos percatemos de ello.

El intelecto humano ha evolucionado en la resolución de problemas de carácter práctico y sus potencialidades cognitivas son mucho más efectivas cuando se enfoca en la solución de cuestiones matemáticas, médicas o ingenieriles, que cuando dirige su atención a cuestiones ontológicas, metafísicas, o cuando sencillamente intenta resolverse a sí mismo en áreas del conocimiento cuyo objeto de estudio escapa a la naturaleza material del ser. De ahí que miles de años de pensamiento filosófico no hayan sido suficientes para responder categóricamente cuál es el significado de la existencia y, sin embargo, ya hemos dado los primeros pasos en la exploración espacial.

El hombre no es un ser ni esencial, ni fundamentalmente racional, aunque, de la modernidad en adelante, esta idea haya alcanzado la condición de paradigma y se haya abierto paso hasta formar parte del sentido común. Esta es la tesis que desarrolla Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación.

La historia es a la civilización lo que la evolución es a la especie. Desde finales del Renacimiento el cambio en la correlación de fuerzas entre la nobleza y la burguesía europea, y la posterior acentuación del conflicto entre ambas clases, determinaron la formación de un nuevo espíritu de época. Si el argumento que, por excelencia, esgrimía la monarquía con vistas a la legitimación de su poder, descansaba en el designio divino, la burguesía se encargó de buscar un sustituto igual de universal y omnipotente con el que socavar paulatinamente aquella antigua concepción arraigada en el sentido común. La Ilustración, en sentido general, implicó la difusión de un nuevo sistema de saberes, en virtud del cual el absoluto que es Dios fue cediendo paso como criterio articulador del sistema de relaciones sociales a un nuevo absoluto: la noción científica de ley y la razón como condición de posibilidad de la misma. Así, los herederos de la cultura occidental llegamos a creer que las potencialidades cognitivas del ser humano eran virtualmente ilimitadas, y por consiguiente también lo eran sus capacidades de pronóstico, su control sobre el entorno.

Esta transformación socio-cultural que reviste la entrada del capitalismo en la historia de la humanidad tuvo un gran impacto, no solo en los sistemas de enseñanza, sino también en la idiosincrasia, en las estructuras sociales y, en última instancia, en la subjetividad colectiva de los pueblos que se fueron integrando al nuevo modo de producción. A la postre, la economía política burguesa y buena parte del positivismo científico terminarían afirmando que este proceso era inevitable y natural, que el nuevo espíritu de época era el resultado necesario e ineludible del despliegue de una ley inapelable de la cual la razón había dado cuenta.

Visto así, la historia, el destino de la humanidad, y su estado actual, tenían un nuevo pero igualmente inflexible guionista. Si a este enfoque añadimos la perspectiva freudiana, nos vemos arrojados a la conclusión de que la educación es un espacio en el que se reproducen las relaciones de poder, con arreglo a como nuestra determinación biológica lidia con la exigencia socio-cultural. En su obra Tótem y tabú, Freud señala que toda experiencia civilizatoria, en tanto proceso de organización y coordinación de esfuerzos colectivos, se traduce en la instauración de dinámicas represivas. Para el creador del método psicoanalítico la mente está formada por un aparato psíquico dividido en tres instancias o estructuras: el ello, el yo y el superyó. De estas solo una pequeña fracción del yo y del superyó componen el consciente. Las pulsiones que se originan en el inconsciente convierten al ello en una potente fuente de impulsos que se contraponen a las exigencias del superyó, instancia que representa todo lo que se espera de nosotros y que se origina gracias a la interacción social. La tensión entre la primitiva exigencia de satisfacción del ello, y la internalización por el superyó del deber ser socialmente configurado, hace que el yo se debata en una negociación (dígase represión) constante, de la que mayormente no somos conscientes. Suponemos que la base de nuestro proceso de toma de decisiones radica en el análisis racional de distintas alternativas cuando, en realidad, tal análisis estaba viciado desde el principio, es decir, estábamos determinados a concluir una u otra cosa desde mucho antes que sopesáramos los pros y contras de cualquier encrucijada, solo que no lo sabíamos y por eso al escoger tenemos la ilusión de la libertad.

El movimiento ilustrado y los enciclopedistas albergaban la esperanza de que la difusión del conocimiento y la educación fuesen los baluartes de la libertad, al romper las cadenas de la superstición; paradójicamente, el propio despliegue de su lógica argumental, apenas un siglo más tarde, desembocó en un contundente cuestionamiento a la concepción del hombre como sujeto. De esta manera la ignorancia, en tanto desconocimiento de causa y, por ende, desconocimiento del condicionamiento, tributa con mayor eficacia a la ilusión de la libertad.

La única emancipación factible radicaría entonces en la aceptación de la necesidad. Esta posición, defendida brillantemente por Benito Baruch Spinoza en el siglo XVII, hallará un eco en la postura schopenhaueriana respecto a la contemplación de la determinación en la que se traduce la Voluntad trascendental y, más tarde, en las tesis freudianas sobre el potencial terapéutico del psicoanálisis. Lograr ser conscientes del trauma o el complejo, hallar sus causas, no nos eximiría de la neurosis, pero reduciría la probabilidad de que esta nos convirtiese en individuos disfuncionales.

La cuestión de la educación está atravesada por un problema que ha sido uno de los puntos neurálgicos en la historia del pensamiento y, específicamente, en la historia de la filosofía: la relación libertad-necesidad. Lo necesario, filosóficamente entendido, es, grosso modo, aquello que no puede suceder o manifestarse de manera diferente a como lo hace, es aquello que está irremediable y fatídicamente determinado. La noción moderna de ley científica es una expresión tan clara de necesidad, como la noción feudal de designio divino. Ambas sostienen que el estado de las cosas es el resultado de un orden preestablecido, y también en ambos periodos la fundamentación de la libertad encuentra un espacio que, aunque reducido, juega un rol importante en la imagen que el hombre tiene de sí. En el medioevo la libertad es garantizada por el creador, autor del mundo, de su orden y estructura; Dios todopoderoso otorga el libre albedrío al ser humano. Mientras, en la modernidad, la libertad es concebida como el resultado del desarrollo de la razón, la educación y la adquisición del conocimiento. Desde ambos espíritus de época la noción de libertad se ve empujada a una madeja de contradicciones.

Pero en el siglo XIX la concepción del ser humano como una criatura capaz de construir a conciencia su realidad, sin que ello se reduzca a la ilusión de la libertad, halla en la obra de Carlos Marx (en el Marx original y no su versión soviética), un sólido asidero teórico. En su Contribución a la crítica de la economía política, Marx hace frente a la concepción fatalista de la historia. De los postulados de Adam Smith y David Ricardo (los autores más representativos de la economía política burguesa), se infería no solo que el hombre tenía una naturaleza interior que se expresaba en todo momento histórico de manera más o menos constante, sino que esta era propensa al egoísmo.

Smith y Ricardo, a tono con el espíritu de su época, concebían el desarrollo de la sociedad como el resultado necesario de leyes económicas a través de las cuales se objetivaba la naturaleza interior del ser humano. Argumentan que categorías como renta, propiedad, trabajo, mercancía, dinero, mercado, etcétera, han estado presentes en todos los estadios del proceso civilizatorio. Esto lo relacionan con una naturaleza humana predeterminada, que habría estado modelando (cual entelequia aristotélica) la evolución de los sistemas de relaciones sociales en cada periodo histórico, siendo el modo capitalista de producción aquel en el que se manifiesta con menos obstáculos la esencia de la condición humana. Entonces la historia de la humanidad tendría un carácter lineal y se reduciría a una especie de evolucionismo, en el que el sistema de relaciones sociales cada vez se ajusta mejor a nuestra inmutable disposición interior.

Por el contrario, Marx considera que las categorías económicas, si bien han estado presentes en la mayor parte de las fases del proceso civilizatorio, jugaron roles muy distintos según el modo de producción que observemos, siendo la mercancía, por ejemplo, una categoría que solo en el capitalismo funge como articulador del sistema de relaciones sociales. Ello demuestra que la historia no es lineal y, por ende, no debe ser entendida como el espacio donde se manifiesta una naturaleza humana inmutable a través de un conjunto de leyes y principios económicos igualmente inmutables. Como las leyes económicas son sostenidas por los hombres y los hombres cambian, los procesos históricos tendrían un carácter dialéctico y ello abre un sinfín de posibilidades no solo a la capacidad transformadora del homo sapiens sobre su entorno, sino también sobre sí mismo. Nuestra especie tendría el potencial para constituir un principio activo en la configuración de su propio condicionamiento socio-económico y psico-cultural, lo cual es parte vital de la circunstancia en la que ocurre nuestra existencia.

Al devenir el hombre sujeto de su propia historia, la educación no sería el resultado mecánico de la determinación, sino que esta podría ser la piedra angular en el diseño de un sistema de relaciones sociales que tribute a la emancipación del individuo. Con este fin, resulta imprescindible expandir el concepto de educación. Si educar es aprender a educar, lo primero que debería ser tenido en cuenta es que la formación cívica, emocional y psicológica, no ocurre ni exclusiva ni fundamentalmente en los predios académicos y escolares. Los espacios extra docentes son con frecuencia los que mayor peso tienen en la educación del ser humano. Los hijos se parecen más a su tiempo y a su generación que a sus padres.

Incluso el mejor y más inclusivo de los sistemas de educación está destinado al fracaso si la estrategia educativa no se traduce en un esfuerzo orgánico que incorpore, de un modo u otro, todos los espacios de socialización al diseño de un deber ser que estimule en la subjetividad colectiva el cuestionamiento y la reflexión sistemática, en vez de promover la docilidad, la superficialidad, y la tendencia a la reproducción mecánica de contenidos y concepciones, ya sean morales, ideológicos, idiosincráticos, religiosos o políticos. Tanto los servicios, las instituciones de cualquier índole, los medios de difusión masiva, las organizaciones sociales, la familia, y la sociedad civil en general, tendrían que operar de conjunto para explotar al máximo las posibilidades de la experiencia educativa.

Si se quiere auspiciar en profundidad una cultura del debate, los sectores hegemónicos están llamados a vertebrar su cosmovisión en torno al arte de la pregunta para que la curiosidad revista toda manifestación del sentido común. Recordando aquella vieja fórmula conductista de «recompensa y castigo», recompensar la inquietud intelectual, en el sentido más amplio del término, a todos los niveles y en todas las etapas de la vida, tendría un impacto decisivo en la generación de un nuevo paradigma cultural, puesto que la búsqueda de respuestas proveería mayor gratificación personal y aceptación social que la adscripción a un dogma o estado de opinión.

La forma tendencial de actividad de la conciencia demanda la inserción del yo en corrientes, concepciones y cosmovisiones que sirvan como plataforma legitimadora, y le otorguen un sentido de pertenencia a algo que juzgue más grande y relevante que sí, de manera que, por un lado, al elegir, el yo saboree la ilusión de la libertad y, por el otro, se proteja contra la consciente o inconsciente sospecha de su finitud. El temor a la muerte y al ostracismo son apenas dos de las manifestaciones del miedo a la finitud, quizás las más evidentes, pero para nada las únicas. El pánico a la finitud puede convertir a los hombres en sumisos o servir como resorte motivacional de la emancipación.

En esto reside uno de los mayores aciertos de Nietzsche: si el hombre quiere encontrar el verdadero límite de sus potencialidades, se impone una transmutación social de los valores. Una sociedad cuya tradición, cultura e idiosincrasia promuevan un deber ser proclive a la aceptación acrítica de lo establecido, o que haga de la aceptación masiva el criterio valorativo de la verdad, es una sociedad de hombres mediocres y cobardes. El cuestionamiento sistemático, tanto interior como respecto al mundo, requiere esfuerzo y coraje; pero es la única garantía en la construcción de una identidad no castrada, es decir, es la única manera de determinar qué somos más allá de lo que se nos dicta socialmente que somos, o de lo que se espera socialmente de nosotros. Nuestros límites emocionales, intelectuales o psicológicos no han de ser necesariamente los que se establecen en términos de funcionalidad social y, por ende, nuestras verdaderas capacidades tampoco han de restringirse a las que en esos mismos términos se muestran como suficientes o deseables.

No es imprescindible la amenaza que el eterno retorno supone para entender el riesgo de cruzarnos de brazos. En Así habló Zaratustra, Nietzsche afirma que todo volverá a repetirse con las mismas imperfecciones y efímeras satisfacciones de esta experiencia de vida. Sin acceso de ninguna clase al ciclo anterior de la existencia, el eterno retorno está lejos de ser un consuelo, no es en lo absoluto una doctrina de la vida eterna. Nuestros miedos (incluyendo el miedo a la muerte) se repetirán al infinito porque es nuestra finitud lo que se repite. Cada vez se experimenta como la primera y única vez. El ser humano está así abocado a decidir de qué manera quiere repetirse: ¿Cómo aquel que asume su existencia desde la búsqueda, y que enfrenta su destino con una actitud de amor y desafío; o como aquel que vive bajo el dictado del miedo, persiguiendo la aprobación de los demás e intentando escapar de su inevitable finitud, y sufriendo por no conseguirlo? Digamos que Nietzsche es un educador singular.

En resumidas cuentas, siguen siendo dos las posturas que pueden asumirse respecto a la capacidad humana para tejer los hilos de su historia y en cuanto al grado de responsabilidad en la determinación de nuestra circunstancia. Menos que montar el andamiaje argumental que guíe al lector hacia una conclusión definitiva en relación a la cientificidad de un paradigma fatalista o emancipatorio, es mi interés en este ensayo destacar las consecuencias potenciales de una y otra posición como elemento articulador de la praxis social. Blaise Pascal, el pensador francés del siglo XVII, decía que Dios era una apuesta: si ganábamos, lo ganábamos todo; si perdíamos, no perdíamos nada. Este mismo razonamiento es aplicable al debate sobre la educación en el marco de la dicotomía libertad-necesidad. He aquí, desde un enfoque pragmático, lo que mayor peso tiene en el análisis: el impacto que, sobre la identidad del ser humano, tiene el futuro de la educación a mediano y largo plazos.

¿Si la belleza inherente a la utopía no fuera aquello que nos sedujera, que la condición ilusoria de la libertad quepa por el más ínfimo margen de la duda no sería, acaso, pretexto suficiente para optar y trabajar en función de una educación para pensar?

 

Referencias bibliográficas:

Freud, Sigmund: Tótem y tabú, Alianza Editorial, Madrid, 1969.

Marx, Karl: Contribución a la crítica de la economía política, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2005.

Nietzsche, Friedrich: Así habló Zaratustra, Ed. Edivision, México. D.F., 2001.

------------------------: La gaya ciencia, Ed. Edivision, México. D.F., 2001. Pascal, Blaise: Pensamientos, Ed. Garnier Hermanos, París, 1935.

Schopenhauer, Arthur: El mundo como voluntad y representación, Ed. M. Aguilar, Madrid, 1927.

Spinoza, Baruch Benito: Ética demostrada según el orden geométrico, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 2006.

 

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