Despertar el talento. Decir NO a la mediocridad
La mediocridad nos ataca por todos lados, muchas veces de manera muy sutil y escondida. La situación que vive la Cuba de hoy es propicia para esta realidad. La lectura de la obra El hombre mediocre, de José Ingenieros, ha sido el «detonador» de esta reflexión. Su descripción, minuciosamente detallada, de las consecuencias que puede tener una vida mediocre para una persona y, por ende, para una sociedad, me ha invitado a «atreverme a pensar» en la búsqueda de caminos que nos conduzcan hacia una Cuba cada vez más talentosa y menos mediocre.
Despertar el talento. Decir NO a la mediocridad
Wake up the talent. Say NO to mediocrity
RESUMEN: La mediocridad nos ataca por todos lados, muchas veces de manera muy sutil y escondida. La situación que vive la Cuba de hoy es propicia para esta realidad. La lectura de la obra El hombre mediocre, de José Ingenieros, ha sido el «detonador» de esta reflexión. Su descripción, minuciosamente detallada, de las consecuencias que puede tener una vida mediocre para una personay, por ende, para una sociedad, me ha invitadoa
«atreverme a pensar» en la búsqueda de caminos que nos conduzcan hacia una Cuba cada vez más talentosa y menos mediocre.
PALABRAS CLAVES: Mediocridad; idealismo; creatividad; renovación; perfección.
ABSTRACT: Mediocrity attacks us everywhere, often in a very subtle and hidden way. The situation that Cuba lives at the present is propitious for this reality. The reading of the work El hombre mediocre, by José Ingenieros, was the «detonator» of this reflection. His description, meticulously detailed, of the consequences that may have a mediocre life for a person and, therefore, for a society, invited me to «dare to think» in the search of ways that lead us to a Cuba every time more talented and less mediocre.
KEYWORDS: Mediocrity; idealism; creativity; renovation; perfection.
«Tengo un catalejo; con él, la Luna se ve, Martes se ve, hasta Plutón se ve;
pero el meñique del pie, no se me ve».
Buena Fe
«Es más contagiosa la mediocridad que el talento»1, y yo le añadiría: pues la mediocridad es una tentación de cada día y hay que estar fuertemente enraizado en quién se quiere ser, para no sucumbir a la tentación del «sobrevivir», en lugar de «vivir» y hacerlo
«bien», con un sentido, con ánimo, dando lo mejor de uno mismo; con esfuerzo, pero también con la certeza de una vida coherente. Al parecer –y hablo desde mi corta experiencia de vida–, cuando la carga de frustraciones cotidianas es muy pesada, las alas de los sueños de la juventud son cortadas, el grito incesante de voces obstinadas acaba con la ilusión, la desesperanza llega a ser frustrante y los años se van acumulando como a cuentagotas; se van acallando, poco a poco, los deseos profundos de una vida que parecía
tener un para qué, un ideal, para sumergirse en seguir los pasos desoladores de una multitud que camina a tientas sin saber, y sin poder saber, hacia dónde se dirige, cuál será su mañana, qué futuro le está deparado, qué herencia dejar a los más jóvenes. La mediocridad toma así el papel protagónico. Por todos lados nos ataca, parece que no la conociéramos; pero es ella misma, con frecuencia, la protagonista de nuestras acciones. Aparentemente somos más fuertes, pero ella sabe cómo engañarnos, la mayoría de las veces escondida bajo la pregunta: ¿vale la pena esforzarse tanto?, o debajo de frases tan populares como: « ¡Es mejor malo conocido que bueno por conocer!»
Así terminé la lectura del libro El hombre mediocre de José Ingenieros. Con esta mezcla de sentimientos: tristeza, pena, sintiendo el peso de la realidad de mi país, lleno de talentos, de oportunidades, de mujeres y hombres virtuosos que buscan una sociedad mejor; pero al mismo tiempo siendo un país que trata de salir, entre otras cosas, del «atolladero existencial» en que está sumergido. Pese a esto, también El hombre mediocre me ha dejado ese extraño deseo paradójico, frente a esta situación, de dar más de mí, de seguir apostando por el camino del «vivir bien»: sin mediocridad, sin acomodamientos, sin conformismos, buscando soluciones, permaneciendo activa, creando; en fin, «variando», como mismo dice el autor, para mi bien personal, el del ambiente en que vivo, y el de la tierra en que nací y que amo. Quiere esta breve reflexión suscitar otras, para hallar juntos el camino que nos conduzca hacia una Cuba más abierta, más dialogante, más valiente… y menos mediocre.
Ingenieros habla con la verdad, la de su época –a mi parecer no muy alejada de la nuestra–, y nos detalla con exquisita agudeza el peligro que entraña la mediocridad y el antídoto para este veneno que, muy sutilmente, puede carcomer nuestros deseos más profundos de perfección y de virtud: el ideal. No cabe dudas de que El hombre mediocre va directamente encaminado a tocar los corazones de la juventud de su tiempo y así lo hace. Para Ingenieros es la juventud quien debe ser la promotora de los más altos ideales y de la virtud. Así podrá rechazar toda manifestación de conformismo, servilismo, acomodamiento y rutina.
En su obra describe tres tipos de hombres: el hombre inferior, el hombre mediocre y el hombre superior, que es, para él, el hombre idealista. A este último lo exalta, poniéndolo como la figura más excelsa y la más pujante dentro de una sociedad. Serán aquellos seres
«imaginativos de los que sólo espera la ciencia su hipótesis, el arte su vuelo, la moral sus ejemplos, la historia sus páginas luminosas. Son la parte viva y dinámica de la humanidad (…)»2. Pero él no entiende el idealismo como solemos clasificarlo comúnmente en filosofía. Para Ingenieros:
(…) reducir el idealismo a un dogma de escuela metafísica equivale a castrarlo; llamar idealismo a las fantasías de mentes enfermizas o ignorantes, que creen sublimizar así su incapacidad de vivir y de ilustrarse, es una de tantas ligerezas alentadas por los espíritus palabristas3.
El ideal es, entonces, «un gesto del espíritu hacia alguna perfección”4, y los hombres idealistas serán: «espíritus afiebrados por algún ideal, adversarios de la mediocridad: soñadores contra los utilitarios, entusiastas contra los apáticos, generosos contra los calculistas, indisciplinados contra los dogmáticos»5. Podríamos caer en la tentación, al leer estas palabras, de valorarlas de fuertemente utópicas. Sin embargo, para que no nos dejemos engañar, advierte el autor acerca de no caer en el idealismo romántico donde «la imaginación no es inhibida por la crítica y los ideales viven de sentimiento»6; sino que, más bien, sugiere que seamos defensores del idealismo experimental, en el que «los ritmos afectivos son encarrilados por la experiencia y la crítica coordina la imaginación»7. De esta manera, el idealismo propuesto por Ingenieros, aunque requiere cierta dosis de romanticismo, necesita ser experimental, esto quiere decir: adulto, maduro, resistente, crítico, fuerte.
Vivimos en una sociedad –y hablo de la gran masa, del gran rebaño del que habla Ingenieros– donde la indiferencia, la desidia, la mentira, el miedo, son nuestro pan cotidiano, a tal punto que se nos han ido arraigando hasta los tuétanos. «Andar en cueros», como repitiera Buena Fe en una de sus canciones, andar en la verdad, «parecerse a lo que sientes en verdad», es casi firmar una sentencia de muerte, de desaparición. Buscar soluciones, ser creativo, intentar algo diferente al famoso «sentido común», poner todo el empeño en una misión concreta o en simplemente algún detalle de la vida cotidiana es, para la mayoría, practicar la estulticia y, para el que lo intenta, «arar en el mar» o «nadar contra la corriente». «Ser humano» se ha convertido, en nuestros días, en ser un verdadero malhechor.
Llevar a la práctica en nuestra sociedad esa famosa alocución latina, heredada del poeta Horacio y divulgada por Kant: Sapere Aude («Atrévete a pensar»), es un desafío, y lo es mucho más cuando se piensa diferente y se tienen criterios distintos a «aquellos en los que debemos creer» y que la mayoría practica. Ya lo dice Ingenieros:
El predominio de la variación determina la originalidad. Variar es ser alguien, diferenciarse es tener un carácter propio, un penacho, grande o pequeño: emblema, al fin, de que no se vive como simple reflejo de los demás. La función capital del hombre mediocre es la paciencia imitativa; la del hombre superior es la imaginación creadora. El mediocre aspira a confundirse en los que le rodean; el original tiende a diferenciarse de ellos. Mientras el uno se concreta a pensar con la cabeza de la sociedad, el otro aspira a pensar con la propia. En ello estriba la desconfianza que suele rodear a los caracteres originales: nada parece tan peligroso como un hombre que aspira a pensar con su cabeza8.
Esto lo sabemos todos, pero cuánto miedo y desconfianza genera inconscientemente en nosotros y a nuestro alrededor. Es como si se nos alentara a ser mediocres. Hay que ser muy valientes –conozco a muchos que lo han sido y lo son– para enfrentar esta vil enfermedad que es la mediocridad, y para trascender el medio por el que se contagia: la sociedad, eco de la manipulación de unos pocos que se aprovechan de esta situación para beneficio personal.
Hemos sido contagiados con la ilusión de que un ideal es inmortal, perenne, eterno. Sin embargo, Ingenieros nos hace caer en la cuenta de la variación de los ideales dentro de la historia, pues esta, como la vida, es un proceso dinámico en continuo cambio y transformación:
Una humanidad que evoluciona no puede tener ideales inmutables, sino incesantemente perfectibles, cuyo poder de transformación sea infinito como la vida. Las virtudes del pasado no son las virtudes del presente; los santos de mañana no serán los mismos de ayer. Cada forma de la historia requiere cierta forma de santidad que sería estéril si no fuera oportuna, pues las virtudes se van plasmando en las variaciones de la vida social9.
¿Por qué entonces tanto miedo a causa de que un determinado ideal cambie, se transforme o simplemente sea sustituido por otro que responda a las necesidades de la sociedad actual?
En este sentido, Ingenieros describe muy bien la consecuencia de creer en un ideal como algo o alguien eterno: la mediocracia, haciendo un juego de palabras con la democracia de Platón:
En ciertos períodos la nación se aduerme dentro del país. El organismo vegeta; el espíritu se amodorra. Los apetitos acosan a los ideales, tornándose dominadores y agresivos. No hay astros en el horizonte ni oriflamas en los campanarios. Ningún clamor de pueblo se percibe; no resuena el eco de grandes voces animadoras. Todos se apiñan en torno de los manteles oficiales para alcanzar alguna migaja de la merienda. Es el clima de la mediocridad10.
¿Será acaso esta la descripción de nuestra realidad? ¿Afirmarlo con radicalidad sería matar la esperanza o dar paso a la posibilidad de cambio?
«Cuando las miserias morales asolan a un país, culpa es de todos los que por falta de cultura y de ideal no han sabido amarlo como patria: de todos los que vivieron de ella sin trabajar para ella»11. Así pues, no nos desentendamos, aun cuando parezca que ya no hay solución. Todos somos responsables ante la situación que vivimos. La responsabilidad no la tienen otros, si así lo creemos estaremos siendo como aquel espectador, con catalejo, de planetas lejanos: la Luna, Martes, Plutón; sin poderse mirar el cercano meñique del pie. No, la culpa no la tienen los otros y la respuesta no nos llegará desde afuera. Si así lo esperamos, le seguiremos haciendo el juego al conformismo, al acomodamiento, a la indiferencia, al inmovilismo, a la rutina… en fin, a la mediocridad. El amor a la patria, a nuestra tierra, reclama nuestro protagonismo en la búsqueda de soluciones y alternativas, con valentía y sin grandes discursos, con la coherencia de la vida de cada día. Y entiendo por amor a la patria no el estar de acuerdo con determinado ideal o interés político, sino lo que afirma Ingenieros:
Los países son expresiones geográficas y los Estados son formas de equilibrio político. Una patria es mucho más y es otra cosa: sincronismos de espíritus y corazones, temple uniforme para el esfuerzo y homogénea disposición para el sacrificio, simultaneidad en la aspiración de la grandeza, en el pudor de la humillación y en el deseo de la gloria (…) La patria está implícita en la solidaridad sentimental de una raza y no en la confabulación de los politiquistas que medran a su sombra12.
Andamos confundidos, adormecidos, caminando a tientas, sobreviviendo. ¡Es hora de despertar! E Ingenieros nos hace una propuesta:
La patria tiene intermitencias: su unidad moral desaparece en ciertas épocas de rebajamiento, cuando se eclipsa todo afán de cultura y se enseñorean viles apetitos de mando y de enriquecimiento. Y el remedio contra esa crisis de chatura no está en el fetichismo del pasado sino en la siembra del porvenir, concurriendo a crear un nuevo ambiente moral propicio a toda culminación de la virtud, del ingenio, del carácter13.
Pongamos nuestro afán en esta misión, cada uno desde el ámbito en el que vive. Hay que apostar por un nuevo ambiente moral, donde se busque la perfección como el gusto y el deseo por lo bien hecho, y se persigan los valores que conducen a la virtud: la verdad, el respeto, la bondad. Alimentar la creatividad y el esfuerzo en alcanzar algún objetivo, es ensancharse y ganar en libertad, es respirar aire renovador y fresco que ponga vida en los pulmones tan intoxicados de nuestra sociedad.
1 Ingenieros, José: El Hombre mediocre, p. 52.
2 Ibidem p. 14.
3 Ibídem, p. 8.
4 Ibídem, p. 4.
5 Ibídem, p. 14.
6 Ibídem, p. 17.
7 Idem.
8 Ingenieros, José: ob. cit., p. 38.
9 Ibídem, p. 101.
10 Ibidem p. 154.
11 Ibidem p. 161.
12 Ibidem p. 158.
13 Ibidem p. 159.
Referencia bibliográfica:
Ingenieros, José: El hombre mediocre. (Edición digital). Editado por www.elaleph.com, 2000.